NUEVA YORK.- Con la muerte de Richard Wilbur en octubre, Philip Roth -
que murió ayer, a los 85 años -se convirtió en el integrante más antiguo del Departamento de Literatura de la Academia Norteamericana de Artes y Letras.
Hace poco Roth se unió a William Faulkner, Henry James y Jack London como uno de los poquísimos estadounidenses en ser incluidos en la colección francesa La Pléiade (el modelo para las ediciones estadounidenses Library of America), y la editorial italiana Mondadori también está publicando sus libros en su serie Meridiani de autores clásicos. Todo este reconocimiento en el otoño de su vida -incluidos el Premio Príncipe de Asturias otorgado por España en 2012 y haber sido nombrado comandante de la Legión de Honor de Francia en 2013- le parece tan gratificante como divertido. "Mira esto", me dijo en diciembre, mientras sostenía el volumen de encuadernación decorada de Mondadori, tan grueso como una Biblia. "¿Quién lee libros como estos?".
En 2012, al acercarse a sus 80 años, Roth anunció con bombos y platillos que se había retirado de la escritura (de hecho, había dejado de escribir dos años antes). Desde entonces, ha pasado cierta cantidad de tiempo aclarando las cosas. Escribió una carta larga y acalorada a Wikipedia, por ejemplo, en la que cuestionaba la absurda afirmación de la enciclopedia de que él no era un testigo creíble de su propia vida (finalmente, Wikipedia se retractó y rehizo completamente la entrada sobre Roth).
Roth también mantiene un contacto frecuente con Bake Bailey, a quien nombró su biógrafo oficial y que ya ha reunido 1900 páginas de notas para un libro que, se espera, tenga la mitad de esa cantidad. Además, hace poco supervisó la publicación de Why Write?, el décimo y último de sus libros en la edición de Library of America de su obra. Como una especie de limpieza final, de pulido a su legado, el libro incluye una selección de ensayos literarios de los años sesenta y setenta; el texto completo de El oficio, su colección de 2001 de conversaciones y entrevistas con otros escritores, muchos de ellos europeos, y una sección de discursos y ensayos de despedida, varios publicados allí por primera vez. No es accidental que el libro termine con la oración de tres palabras "Aquí estoy yo". Es decir: entre las tapas duras.
Pero, principalmente, Philip Roth lleva hoy la vida tranquila de un retirado en el Upper West Side (su casa en Connecticut, donde se recluía a escribir durante largos periodos, ahora la habita solo durante el verano). Visita amigos, asiste a conciertos, revisa su correo, ve películas viejas en FilmStruck. Hace poco lo visitó David Simon, el creador deThe Wire, quien está haciendo una miniserie de seis capítulos sobre La conjura contra América, y tras el encuentro dijo que se sentía seguro de que su novela estaba en buenas manos. La salud de Roth es buena, aunque se ha sometido a varias cirugías por un problema recurrente de espalda, y se le ve contento y satisfecho. Es reflexivo pero sigue siendo, cuando quiere, muy divertido.
He entrevistado a Roth en varias ocasiones a lo largo de los años, y el mes pasado le pregunté si podíamos charlar de nuevo. Al igual que muchos de sus lectores, me preguntaba lo que el autor de Pastoral americana piensa del extraño período que estamos viviendo. También me daba curiosidad cómo pasa su tiempo ¿Resolviendo sudokus? ¿Viendo televisión todo el día? Aceptó ser entrevistado, pero solo si podía hacerse a través de correo electrónico. Necesitaba tiempo, dijo, para pensar en lo que quería decir.
-En unos cuantos meses cumplirás 85 años ¿Te sientes anciano? ¿Cómo ha sido envejecer?
-Sí, en solo unos meses dejaré la ancianidad y entraré en la ancianidad profunda: cada día cayendo aún más hondo en el temible Valle de las Sombras. Ahora es sorprendente estar todavía aquí al final de cada día. Meterme a la cama por la noche, sonreír y pensar: "Viví un día más". Y luego es sorprendente despertar ocho horas después, ver que es la mañana del día siguiente y que sigo aquí: "Sobreviví otra noche". Pensarlo me hace sonreír otra vez. Me duermo con una sonrisa y me despierto con otra. Me encanta seguir vivo. Además, cuando esto sucede, como ha sido semana tras semana y mes tras mes desde que comencé a cobrar mi pensión, produce la ilusión de que nunca terminará, aunque por supuesto sé que puede hacerlo en cualquier momento. Es como jugar una partida de póker todos los días que, incluso en contra de las probabilidades, sigo ganando. Ya veremos cuánto me dura la suerte.
-Ahora que te has retirado como novelista, ¿alguna vez extrañas escribir o piensas en retomarlo?
-No. Eso se debe a que las condiciones que me llevaron a dejar de escribir narrativa hace siete años no han cambiado. Como expresé en Why Write?, en 2010 tenía "la fuerte sospecha de que ya había hecho mi mejor trabajo y cualquier cosa más sería inferior". Para entonces ya no poseía la vitalidad mental, la energía verbal ni la condición física necesarias para emprender y sostener un ataque creativo grande de cualquier duración para una estructura compleja tan demandante como una novela. Todos los talentos tienen sus límites: su naturaleza, su alcance, su fuerza; y también su final, un periodo, un ciclo de vida. no todos podemos ser fructíferos por siempre.
-En retrospectiva, ¿cómo recuerdas tus cincuenta y pico de años como escritor?
-Euforia y gruñidos. Frustración y libertad. Inspiración e incertidumbre. Abundancia y vacío. Resplandor hacia adelante y confusión en el camino. El repertorio de dicotomías que cualquier talento soporta. Y una tremenda soledad, también. Y el silencio: cincuenta años en una habitación silenciosa como el fondo de una piscina, extendiendo, cuando todo iba bien, mi mínima provisión diaria de prosa utilizable.
-En Why Write? republicaste tu famoso ensayo "Writing American Fiction", en el que argumentas que la realidad estadounidense es una locura tal que casi supera la imaginación del escritor. Dijiste eso en 1960. ¿Qué piensas ahora? ¿Alguna vez anticipaste un Estados Unidos como en el que vivimos hoy?
-Nadie que conozca se imaginó un Estados Unidos como en el que vivimos ahora. Nadie (excepto quizá H. L. Mencken, quien describió la democracia estadounidense como "asnos adorando chacales") podría haber imaginado la catástrofe del siglo XXI que azotaría a Estados Unidos. El más degradante de los desastres no aparecería, por decirlo de algún modo, en la atemorizante figura de un Gran Hermano orwelliano, sino como la figura ominosamente ridícula del bufón presuntuoso. ¡Qué ingenuo fui en 1960 como para pensar que era un estadounidense que vivía en tiempos absurdos! ¡Qué pintoresco! ¿Pero qué podía saber en 1960 respecto de 1963, 1968, 1974, 2001 o 2016?
- La conjura contra América parece hoy escalofriantemente profética. Cuando esa novela se publicó, algunas personas la interpretaron como un tratado sobre el gobierno de Bush, pero de ninguna manera había tantos paralelos entonces como los que parece haber ahora.
-Por más anticipatoria que pueda parecerte, hay una enorme diferencia entre las circunstancias políticas que inventé allí para los Estados Unidos en 1940 y la calamidad que hoy en día nos causa tanto desaliento. Es la diferencia de estatura entre un presidente Lindbergh y un presidente Trump. Charles Lindbergh, tanto en la vida como en mi novela, pudo haber sido un racista y antisemita, así como un supremacista blanco a quien le agradaba el fascismo, pero también era -por la extraordinaria proeza de su solitario vuelo trasatlántico a la edad de 25 años- un verdadero héroe estadounidense trece años antes de que yo lo imagine ganando la presidencia. Históricamente, Lindbergh fue el valeroso joven piloto que, en 1927, sobrevoló sin escalas por primera vez el Atlántico, desde Long Island hasta París. Lo hizo en 33 horas y media en un monoplaza de un motor, lo que lo convirtió en una especie de Leif Ericson del siglo XX, un Magallanes de la aeronáutica, una de las primeras figuras señeras de la era de la aviación. En comparación, Trump es un fraude, la suma perversa de sus deficiencias, desprovisto de todo excepto de la ideología hueca de un megalómano.
-Uno de tus temas recurrentes ha sido el deseo sexual masculino: un deseo perverso, las mayoría de las veces, y sus diversas manifestaciones. ¿Qué piensas del momento en el que parece que estamos ahora, con tantas mujeres que denuncian y acusan a tantos hombres con alta visibilidad de acoso y abuso sexual?
-Como señalas, en mi papel de novelista no son extrañas las furias eróticas. Los hombres envueltos en la tentación sexual son uno de los aspectos de la vida masculina sobre los que he escrito en algunos de mis libros. Los hombres que responden al insistente llamado del placer sexual, plagados de deseos vergonzantes y de la temeridad de la lujuria obsesiva, maravillados incluso con el señuelo del tabú; durante décadas me he imaginado una pequeña cofradía de hombres perturbados, poseídos por fuerzas enardecedoras con las que deben negociar y a las que deben oponerse. He tratado de no hacer concesiones al retratar a cada uno de estos hombres como son, como se comporta cada uno, excitado, estimulado, hambriento en las garras del fervor carnal y enfrentando la variedad de dilemas éticos y psicológicos que suponen las exigencias del deseo.
En estas obras de ficción no he evitado los duros hechos de por qué, cómo y cuándo los hombres enardecidos hacen lo que hacen, incluso si no han estado en armonía con el retrato que una campaña de relaciones públicas masculina -si existiera tal cosa- podría preferir. Me he adentrado no solo en la mente masculina, sino también en la realidad de esos impulsos, cuya presión obstinada y persistente puede amenazar el raciocinio, esas necesidades a veces tan intensas que incluso pueden experimentarse como una forma de locura. En consecuencia, ninguna de las conductas más extremas sobre las que he leído últimamente en los periódicos me ha sorprendido.
-Antes de retirarte, eras famoso por vivir días larguísimos. Ahora que has dejado de escribir, ¿qué haces con todo ese tiempo libre?
-Leo. Extraña o no tan extrañamente, leo muy poca narrativa. Me pasé toda mi vida productiva leyendo narrativa, enseñando narrativa, estudiando narrativa y escribiendo narrativa. No pensé en casi nada más hasta hace aproximadamente siete años. Desde entonces he pasado buena parte de mis días leyendo historia, sobre todo de los Estados Unidos, pero también historia moderna europea. Leer ha tomado el lugar de escribir y constituye la mayor parte, el estímulo, de mi vida pensante.
-¿Qué has leído últimamente?
-Parece que me he desviado del rumbo últimamente y he leído una colección heterogénea de libros. He leído tres de Ta-Nehisi Coates; el más impactante desde un punto de vista literario, The Beautiful Struggle, sus memorias de niño sobre su padre. Leyendo a Coates me enteré sobre el compendio de Nell Irvin Painter, provocativamente titulado The History of White People. Painter me llevó de vuelta a la historia de Estados Unidos, a American Slavery, American Freedom, de Edmund Morgan, una gran historia erudita de lo que Morgan llama "el matrimonio de la esclavitud y la libertad" como existía en las primeras épocas de Virginia. Leer a Morgan me condujo en círculo a releer los ensayos de Teju Cole, aunque no antes de desviarme leyendo The Swerve, de Stephen Greenblatt, que trata sobre las circunstancias del descubrimiento en el siglo XV del manuscrito del subversivo De la naturaleza de las cosas, de Lucrecio. Esto me llevó a abordar algunas partes del largo poema de Lucrecio, escrito en algún momento del siglo I a. C., en una traducción en prosa al inglés de A. E. Stallings. De ahí regresé a leer el libro de Greenblatt sobre "cómo Shakespeare se convirtió en Shakespeare", tituladoWill in the World. No me explico cómo en medio de todo esto me puse a leer y disfruté de la biografía de Bruce Springsteen, Born to Run, excepto por la idea de que parte del placer de tener ahora tanto tiempo a mi disposición para leer lo que se me cruce en el camino invita a sorpresas no premeditadas.
Con regularidad aparecen en mi correo copias de libros previas a su publicación y así fue como descubrí Pogrom: Kishinev and the Tilt of History, de Steven Zipperstein. Zipperstein identifica el momento a principios del siglo XX cuando la situación de los judíos en Europa se volvió letal de una manera que anticipaba el fin de todo. Pogromme condujo a encontrar un libro reciente de historia interpretativa, The Jewish Century, de Yuri Slezkine, que sostiene que "la era moderna es la era judía y el siglo XX, en particular, es el siglo judío". Leí Personal Impressions, de Isaiah Berlin, sus retratos ensayísticos del grupo de figuras influyentes del siglo XX que conoció u observó. Hay una breve aparición de Virginia Woolf en todo su terrorífico genio y unas páginas especialmente cautivadoras sobre la reunión nocturna inicial en el Leningrado bombardeado en 1945 con la magnífica poeta rusa Anna Akhamatova aislada, sola, despreciada y perseguida por el régimen soviético. Berlin escribe: "Después de la guerra, Leningrado no era para ella sino un gran cementerio, la tumba de sus amigos. El relato de la incesante tragedia de su vida iba mucho más allá de lo que cualquiera me hubiera descrito alguna vez con palabras". Hablaron hasta las tres o cuatro de la mañana. La escena es tan conmovedora como cualquiera de Tólstoi.
La semana pasada leí libros de dos amigos, la breve y sabia biografía de James Joyce de Edna O'Brien y una autobiografía atractivamente excéntrica, Confessions of an Old Jewish Painter, de uno de mis queridos amigos muertos, el gran artista estadounidense R. B. Kitaj. Tengo muchos amigos queridos muertos. Varios eran novelistas. Extraño encontrar sus libros nuevos en el correo.