DOLCE far NiENTE
El antiguo dicho italiano considerado en ciertos círculos como una verdadera filosofía. La que propone la importancia y la trascendencia del “no hacer”.
Esta filosofía propone una experiencia que, en estos tiempos agitados, de obligada productividad, de ansiedad generalizada, de correr aunque no se sepa hacia dónde ni para qué, de no permitir ni permitirse un instante de silencio y en la que para descansar hay que “pastillarse”, resulta un tremendo desafío existencial. Hacer nada.
EL VACïO FÉRTiL
Hace miles de años la filosofía china exploraba el Wu-Wei, que suele traducirse como “vacío fértil” o el “hacer del no hacer”.
Ni el Dolce far niente ni el Wu-Wei tienen que ver con descansar, con dormir la siesta o con hacer un alto en el trajín para reponer energía y volver a la carrera. Se trata, por el contrario, de atreverse a dejarse estar, de entregarse a la contemplación (es decir a mirar sin interpretar).
“La mente es como la superficie de un charco, si se la deja quieta refleja con facilidad su medio circundante”, dice al respecto el psicólogo y escritor Wilson Van Dusen (1923-2005) en su libro La profundidad natural en el hombre.
La mente contemporánea, en cambio, es un mar turbulento en el que las olas chocan sin cesar contra un acantilado de temores, cálculos, especulaciones, exigencias, creencias, suposiciones, anticipaciones sin que haya tiempo para ”hacer y pensar nada”.
Es decir, para, simplemente, estar.
Dice Van Dusen que “al liberarse de la basura que habitualmente la ocupa la mente empieza a jugar como un niño, su atención vaga de uno a otro aspecto del punto en el que fijamos la vista”.
Si permanecemos así empiezan a aparecer significados que están ocultos en nosotros, comenzamos a escuchar voces internas acalladas, no hay nada para controlar, nos despojamos de la voluntad que constantemente nos obliga a ir en una dirección, a producir algo, lo que sea, a no “perder el tiempo”.
Hacer nada, en el sentido literal del Dolce far niente, es quedarse en la cama mirando el techo, es olvidar la palabra “debería” (“debería” ir, “debería” hacer tal cosa, “debería” comprar tal otra, “debería” hablar con Fulana, etc. etc.).
Es pasear por la plaza y abrazar un árbol durante algunos minutos, o sentarse a mirar cómo pasa la gente o juegan los chicos, o escuchar cómo cantan los pájaros o suenan las bocinas, o se oye el rumor de las voces humanas.
Es apagar el celular durante un par de horas (el mundo funcionó sin celulares durante siglos y siglos, y hubo amores, canciones, la vida no se detuvo, las noticias se conocieron, las personas se encontraron, porque hubo y hay vida fuera de las pantallas).
Es dormir todo lo que el cuerpo pide. Hay tanto para no hacer…
ELOGiO DEL ABURRiMiENTO
En una cultura que nos exige ser “productivos”, nos premia por serlo, aunque no importe qué ni para qué producimos, y nos castiga por no serlo, el Dolce far niente no tardará en convertirse en fuente de culpabilidad. O de aburrimiento.
Para no sentirnos culpables de “no hacer” nos obligaremos a llenar nuestra agenda de compromisos útiles e inútiles, justificados e insostenibles.
Viviremos agotados, contando y contándonos todo lo que hicimos y creyendo que se nos va a valorar por eso.
Y para no ser víctimas del aburrimiento nos atosigaremos de reuniones y actividades basadas en alegría artificial, en una diversión muy parecida a los anabólicos conque se inflan los músculos (en este caso el inexistente músculo de la felicidad).
El aburrimiento, dice el pensador alemán Rüdiger Safranski en su hermoso libro Tiempo, es el encuentro con el simple pasar del tiempo, al que no podemos dejar transcurrir vacío, necesitamos llenarlo de algo, de cualquier cosa.
Pero quien sabe aburrirse, agrega Safranski, si se mantiene despierto y al margen de estímulos externos, se encontrará con ricos, olvidados o desconocidos sucesos interiores.
El filósofo, teólogo y matemático francés Blaise Pascal (1623-1662) decía que “todas las desdichas de los seres humanos provienen de que no saben quedarse quietos en su habitación”. Sospechaba que eso ocurre por temor al vacío interior y a que no se soportan a sí mismos. Es que la práctica del Dolce far niente es, en cierto modo, un profundo ejercicio espiritual.
Una práctica que puede darle una nueva y rica dimensión a nuestra vida si periódicamente nos la permitimos y experimentamos. Y acaso estos meses de verano, en el que naturalmente los ritmos se aquietan, sean un buen tiempo para acostumbrarse a hacer nada.