La vida familiar siempre ha sido muy importante para mí, mucho más importante, sospecho, que para la generación de mi padre. A menudo me pregunto por qué muchos de ellos se molestaron en tener hijos, y me figuro que debió de ser por motivos sociales, una antigua necesidad de aumentar la tribu y defender la casa, del mismo modo que algunas personas tienen un perro sin mostrarle nunca afecto, pero se sienten seguras cuando ladra al cartero.
Tal vez yo pertenezca a la primera generación para la cual la salud y la felicidad de sus familias es un indicador significativo de su bienestar mental. La familia y todas las emociones que alberga son un modo de poner a prueba las mejores cualidades de una persona, un trampolín en el que uno puede saltar cada vez más alto, cogido de la mano de su mujer y sus hijos.
Me gustaba estar casado, la primera seguridad real de la que había gozado jamás, y hacía frente sin dificultad a las tensiones y los apuros iniciales de la vidade escritor. Me gustaba ser un padre que se relacionaba estrechamente con sus hijos, paseándolos en cochecito por las calles de Richmond y Shepperton, y más tarde llevándolos en coche por Europa hasta Grecia y España. Los niños cambian muy rápido, mientras aprenden a comprender el mundo y a ser felices, a entenderse a sí mismos y a dar forma a sus mentes.
Me fascinaban mis hijos y me siguen fascinando, y siento algo muy parecido por mis nietos. Siempre he estado muy orgulloso de mis hijos y cada instante que paso con ellos hace que toda la existencia adquiera calidez y sentido.
En 1963 Mary gozaba de buena salud, pero tuvo que hacerse extirpar el apéndice. Se recuperó despacio de la operación en el Hospital Ashford, y tal vez su resistencia se vio afectada o sufrió una infección persistente. Tenía muchas ganas de ir de vacaciones, y al verano siguiente alquilamos un apartamento en San Juan, cerca de Alicante. Durante un mes todo fue bien, y nos divertimos en los bares y restaurantes de la playa. Era la clase de vacaciones en las que lo más destacado fue cuando papá se cayó del patín a pedal. Pero Mary enfermó de repente debido a una infección, y su estado derivó rápidamente en una grave neumonía.
A pesar de los cuidados del médico de la zona, un enfermero (el practicante) que estaba con ella a todas horas y un especialista de Alicante, murió tres días más tarde. Hacia el final, cuando apenas podía respirar, me cogió de la mano y me preguntó: «¿Me estoy muriendo?». No estoy seguro de si me oyó, pero le grité que la querría hasta el final. En sus últimos instantes de vida, cuando se quedó con la mirada fija, el doctor le masajeó el pecho, empujando la sangre al cerebro. Ella se giró y me miró fijamente, como si me viera por primera vez.
La enterramos en el pequeño cementerio protestante de Alicante, un pequeño jardín con piedras tapiado con unas cuantas tumbas de turistas británicos que habían muerto en accidentes de yate. El día anterior vino a verme un sacerdote protestante, un español amable y bondadoso que no se ofendió cuando me negué a rezar con él. Todavía oigo el sonido del carrito con ruedas de hierro que llevaba el ataúd por el jardín pedregoso. El sacerdote ofició una misa breve, observado por mí y los niños y unos cuantos vecinos ingleses de nuestro bloque de apartamentos. Luego el sacerdote se arremangó, cogió una pala y empezó a echar la tierra sobre el ataúd.
A finales de septiembre, cuando la playa de San Juan estaba desierta y el aire frío estaba empezando a bajar de las montañas, nos fuimos del bloque de apartamentos vacío y emprendimos el largo viaje de vuelta en coche a Inglaterra. Desde el principio me empeñé en mantener a mi familia unida. Las hermanas de Mary y su madre, que fueron de gran ayuda durante los años siguientes, se ofrecieron a compartir la educación de los niños. Pero yo sentía que mi deber con Mary era cuidar de mis hijos, y seguramente los necesitaba a ellos más que ellos a mí.
Hice todo lo posible por hacer de madre y de padre para ellos, aunque en los años sesenta era muy poco común encontrar a padres solos que cuidaran de sus hijos. Muchas personas (que deberían haber tenido más juicio) me dijeron abiertamente que la pérdida de una madre era irreparable y que los niños quedarían afectados para siempre, como sostenía el psiquiatra infantil John Bowlby. Sin embargo, yo dudo seriamente de esa afirmación, que me parece poco probable dados los riesgos de la infancia; en caso de que la afirmación fuera cierta, las desventajas evolutivas habrían sido seleccionadas en contra y se habría formado un vínculo paternal menos peligroso. Creo que la principal amenaza que implica la muerte de una madre es la figura de un padre indiferente o ausente. Mientras el padre superviviente sea cariñoso y permanezca junto a los niños, los pequeños se desarrollarán.
Yo quería profundamente a mis hijos, como bien sabían ellos, y teníamos la suerte de que mi trabajo de escritor me permitía estar con ellos todo el tiempo. Les preparaba el desayuno y los llevaba al colegio, y luego escribía hasta que llegaba la hora de recogerlos. Como era difícil conseguir una canguro que trabajara durante el día, lo hacíamos todo juntos: comprar, ver a los amigos, visitar museos, ir de vacaciones, hacer los deberes, ver la televisión.
En 1965 hicimos un viaje en coche a Grecia que duró casi dos meses, unas maravillosas vacaciones en las que estuvimos juntos en todo momento. Recuerdo que estábamos en un atasco en una carretera de montaña del Peloponeso, y una mujer estadounidense miró hacia nuestro coche y dijo: «¿De veras está solo con estos tres?». A lo que yo contesté: «Con estos tres nunca se está solo». Afortunadamente, hacía mucho que había olvidado lo que era estar solo.
Espero que los niños se dieran cuenta pronto de que siempre podían confiar en mí. Mi hijo Jim, que era el mayor, lloró profundamente la pérdida de su madre, pero nos ayudamos mutuamente a superarlo, y al final recobró la confianza y se volvió un adolescente alegre con un sentido del humor encantador e ingenioso. Mis hijas Fay y Bea no tardaron en hacerse cargo de la situación y se convirtieron en unas jóvenes resueltas antes de llegar a la adolescencia. Ellas decidían nuestra dieta, los hoteles en los que nos teníamos que alojar en vacaciones y la ropa que debíamos comprar. En muchos sentidos, mis hijos me educaron a mí.
El alcohol fue un buen amigo y confidente al principio; normalmente tomaba un whisky escocés fuerte con soda cuando volvía de llevar a los niños al colegio y me sentaba a escribir poco después de las nueve. En aquella época acababa de beber aproximadamente a la hora a la que empiezo ahora. La botella de Johnnie Walker creaba un microclima que alentaba a mi imaginación a salir de su madriguera y probar el aire. Kingsley Amis se empeñaba en invitarme a comer, y por las noches solía visitar Keats Grove, donde él y Elizabeth Jane Howard habían alquilado un piso. Jane siempre se mostraba amable, aunque seguramente mi presencia era una molestia. Ella preparaba la cena y la comíamos sobre el regazo, mientras Kingsley no perdía de vista un concurso de la televisión y se dedicaba a contestar todas las preguntas antes de que salieran de la boca del presentador. Estoy muy agradecido a Kingsley, y me alegro de haber visto su lado generoso y benévolo antes de que se convirtiera en un cascarrabias profesional.
Otros amigos también fueron de gran ayuda, sobre todo Michael Moorcock y su esposa Hilary. Pero, como aprende toda persona afligida por la muerte de un familiar cercano, uno no tarda en llegar a un punto en el que los amigos pueden hacer poco más que mantener su vaso lleno. Echaba de menos a Mary en mil y un detalles domésticos: las huellas que había dejado de sí misma en la cocina, la habitación y el cuarto de baño formaban los contornos de un enorme vacío. Su ausencia era un espacio en nuestras vidas que casi podía abrazar. Tras su muerte vinieron largos meses de celibato, durante los que me molestaba ver parejas felizmente casadas paseando por Shepperton High Street. En una ocasión, vi a una pareja riéndose en el coche que iba delante de mí y toqué el claxon airadamente. Después de la fase de celibato vino una especie de promiscuidad desesperada, una forma de tratamiento de choque con el que intentaba volver a la vida a fuerza de voluntad. Recuerdo haber abrazado a mi primera amante -la mujer separada de un amigo- como un superviviente en el mar aferrándose a su rescatador. Estoy muy agradecido a las amigas de Mary que me apoyaron y comprendieron que había llegado el momento de llevarme de vuelta a la luz. A su manera, estaban pensando en Mary antes que en mí; eran mujeres sabias a las que les preocupaba la felicidad de los hijos de Mary.
Aproximadamente un año después de la muerte de Mary la vi en un sueño. Estaba caminando por delante de nuestra casa, con la falda ondeando al viento, y sonreía alegremente para sí. Me vio mirándola desde la puerta de nuestra casa y siguió caminando, sonriéndome por encima del hombro. Cuando me desperté intenté retener aquellos momentos en mi cabeza, pero sabía que a su manera ella me estaba diciendo adiós y que por lo menos me estaba empezando a recuperar.
Estoy seguro de que cambié mucho durante aquellos años. Por un lado, me alegraba de estar tan unido a mis hijos. Mientras ellos fueran felices, todo lo demás no importaba, y mi éxito o fracaso como escritor era una preocupación menor. Sin embargo, al mismo tiempo, sentía que la naturaleza había cometido un terrible crimen contra Mary y los niños. ¿Por qué? No había respuesta a la pregunta, lo que me obsesionaría durante las décadas siguientes.
por james graham ballard, padre y madre de sus hijos
Traducción: Ignacio Gómez Calvo